Juan Cristóbal Nápoles Fajardo

Juan Cristóbal Nápoles Fajardo
Cucalambé, Cookcalambe,
Nacimiento:  
1
/
7
/
1829
Fallecimiento:  
1861

Gran figura de la poesía siboneyista y criollista cubana; el más importante cultivador de la décima en el siglo XIX de la Isla.

Nació en Las Tunas y vivió en la finca de sus padres, El Cornito, veintinueve de los treinta y dos años de su vida, hijo de Manuel Agustín Nápoles Estrada y Antonia María Fajardo, una familia de blancos ricos propietarios de grandes extensiones de tierras, así como del ingenio El Cornito en las afuera de la ciudad, del cual su padre era propietario de terrenos pertenecientes a la finca. Luego se mudó a Santiago de Cuba y aceptó el cargo de Pagador de Obras Públicas que le ofreciera el gobernador de allí, Vargas Machuca.

Mientras Domingo del Monte reúne y da a conocer sus Romances cubanos hacia 1929 y Pobeda escribe sus décimas criollas, nace este poeta de importancia decisiva no sólo para la poesía nativista y romántica de la época sino para la literatura nacional y para su vertiente popular criolla. De la mano de su abuelo paterno, el presbítero Fajardo, tradujo a Horacio, al Virgilio de “Las Geórgicas”, a Teócrito en traducciones francesas. También leyó las Églogas de Garcilaso, que sin dudas lo marcan en su poesía futura.

Creció en la finca El Cornito, entre árboles y guajiros, que sirvieron de pilar a su agreste mirada campesina. Aprendió también algo de retórica y poética con su hermano Manuel Nápoles Fajardo, colaborador de La Piragua.

Publicó sus primeras décimas en El Fanal de Puerto Príncipe, las que luego formarían la colección de textos de Rumores del Hórmigo (1856), el río de su provincia natal. En ese momento pasó inadvertido el sentido político de sus décimas enmascarado tras la música de la pura poesía campestre, de lo contrario un periódico de tan reaccionario españolismo no las habría aceptado. Allí en El Cornito se casó con la camagüeyana Rufina, musa del poeta en las famosas décimas de la “Invitación primera y segunda”, como tantas otras musas criollas que vinieron a sustituir, en este mismo proceso de cubanización literaria, a las gastadas Filis y demás mujeres griegas de la poesía romántica.

Dentro de este proceso que Cintio Vitier denomina “cubanización exterior de la poesía”, el libro de Nápoles Fajardo encuentra una posición señera, individualizada del conjunto por su indiscutible calidad literaria. Si bien militó en las filas de la escuela siboneyista, es un poeta con la suficiente calidad literaria y autenticidad como para brillar con luz propia.

Esta idea refrenda Samuel Feijóo en su ensayo Sobre los movimientos por una poesía cubana hasta 1856 al dedicarle un capítulo aparte, con lo cual quiere simbolizar en El Cucalambé el crisol de esta poesía de inspiración popular y cubanísimo estro, cargada de patriotismo, que constituyó lo mejor de la escuela nativista, tanto en su expresión criollista como siboneyista. El Cucalambé puede figurar entonces, por derecho propio, al margen de escuelas, tendencias y modas literarias, entre lo mejor del siglo XIX cubano en los dominios de la poesía, y es también, aunque muchos críticos no hayan querido reconocérselo o lo rebajen al despreciativo título de cantor popular, improvisador o epígono de Fornaris, uno de los grandes románticos de la Isla.

Mientras la poesía de un Fornaris pasa y no logra superar, salvo en algunas composiciones, las limitaciones de su tiempo y de los presupuestos de su propio sistema poético, los versos de El Cucalambé conservan hasta nuestros días su ingravidez, su gracia, su prístina levedad criolla y jocosa a veces, porque él no necesitó fingirse el campesino como Domingo Del Monte o Fornaris, sino que se fundió con la voz de su pueblo al tocar sus esencias. Ya había señalado Vitier en el prólogo a Flor oculta de poesía cubana que mucha poesía siboneyista, “si se le quita la utilería de teatro de la nagua y la piragua, queda en pura formalidad española”, o sea, que todo ese andamiaje de localismos, nomenclaturas indígenas, giros criollos, indios y guajiros, y todas esas “academias vegetales” de tantos trasnochados poemas no lograron calar en la esencia verdadera del alma cubana, sino que se contentaron con arañar su superficie.

El problema, dice Vitier, no es el tema sino el tono. La palabra en la obra cucalambeana no es retórica sino un organismo vivo, capaz de calar hondo en el alma popular y amalgamarse con ella al punto de perder su propia autoría para ser cantada por todos. Para Vitier, el destino lógico del Cucalambé era haber desaparecido absorbido por la masa, en lo anónimo de un pueblo. La poesía invade con Nápoles Fajardo toda la Isla, y trae el sabor de las pequeñas escenas íntimas de la vida rural, los detalles cotidianos y en apariencia nimios, que ya asomaban en esa deliciosa escena de “El veguero” de Plácido.

El Cucalambé se apropió como ningún otro de la décima para extraerle sus jugos y convertirla en la acendrada décima cubana, heredera de la décima espinela española, que ha preferido siempre la poesía popular cubana por sobre el romance, que sí cuajó en cambio en otras partes de América como Argentina. El campesino cubano de las décimas montunas cucalambeanas forma una unidad con el paisaje natural, dentro de estampas ligeras, construidas a base de una adjetivación fresca, que enseguida se ganó la plena aceptación popular. La utilidad patriótica de Nápoles Fajardo estriba en el éxito de público que tuvo, en la fácil popularización de sus estrofas que llegaron a socializarse a extremos tales que se entonaban como cantos anónimos en la manigua, pues los mambises las prefirieron.

La poesía de El Cucalambé se adelanta a los efectos sinestésicos del simbolismo, incluso en rumores visuales como este del poema “Amor a Cuba”: “Yo miro de la montaña/el incesante rumor”. Poesía del oído (paisaje insular del oído, lo llama Vitier) que singulariza cada ruido de la naturaleza como una especie de obsesión que integra a través de la liquidez del sonido todos los elementos de los cuadros poéticos. Algunos rumores habían estado presentes en versos anteriores de otros poetas pero nunca con la fuerza y la intención expresiva de las escenas cucalambeanas. Habría quizás que esperar, para encontrar otro pasaje de líricas sonoridades, a la escritura del segundo Diario de Campaña de José Martí, que pareciera beber de las enumeraciones sobrias de Pobeda y de estos finísimos ruidos, rumores, crujidos y demás filigranas de sonidos de El Cucalambé. Rumores del Hórmigo ensaya variadas estrofas y metros: quintillas cubanas, octavas criollizadas, romances también cubanos, las décimas ya tan socializadas, y también hay en el libro una zona de poesía más culta, inspirada en ciertas zonas quevedescas, como su soneto “Autorretrato”, o las letrillas y epigramas de crítica social.

Es el cantor por excelencia de las galas de Cuba, el que grabara en la tradición lírica imágenes como las del gracioso jinete guajiro que cabalga en una yegua por las márgenes de un río, como especie de estampa que se repite hasta el cansancio en tres poemas descollantes: “El amante celoso”, “El amante rendido” y “El amante despreciado”. Resaltan en ellos los mismos procedimientos compositivos, el mismo desarrollo expositivo en que los guajiros enamorados cantan sus amores o sus cuitas y, finalmente, de modo brusco e intempestivo que provoca a veces comicidad, parten a todo galope abandonando la escena.

Las décimas de Rumores del Hórmigo han encontrado continuidad en algunos autores posteriores del siglo XX cubano como Eugenio Florit, que le rinde homenaje en sus décimas de Trópico. También en la obra del gran estudioso y cultivador de la décima que fue El Indio Naborí hay una influencia raigal de Nápoles Fajardo, quien, si no fue justipreciado por sus contemporáneos (aunque Aurelio Mitjans lo juzga “el más inspirado cultivador de la poesía popular entre nosotros”) y del mismo siglo XX, encontró en algunos de los más grandes poetas como Gastón Baquero frases como esta: “en El Cucalambé está la imagen primitiva, incontaminada de Cuba”. El importante investigador sobre la décima cubana Virgilio López Lemus, en La décima constante, refiere que la décima alcanzó con su obra a “su primer clásico popular”, un poeta que “supo situar parte de la techumbre lírica de la poesía del pueblo cubano, sin dejar de ser él mismo una columna maravillosa de gracia y facilidad poéticas”.

Muchos críticos y poetas contemporáneos de Nápoles Fajardo no supieron ver en él las grandes ganancias que representaba su obra para la poesía cubana, y en consecuencia lo tildaron de “salcochador de yerbas de monte”, “vulgar coplero”, “cocinero de delantal de salvaje” (en alusión al anagrama de su nombre, compuesto a partir de la palabra inglesa Cook, cocinero, y calambé, voz india, y según otros africana, que significa delantal de salvaje, y que al reconstituirse forman la expresión Cuba Clamé). Sin embargo los revolucionarios lo calificaron de patriota.

En el poema “Hatuey y Guarina” aparecen décimas de fervorosa cubanía, incluso un osado grito de rebeldía, de llamado a la conquista de la independencia para la patria cubana.

Contrariamente a la crítica que sólo reconoce valor en la zona más criolla, rústica y costumbrista de El Cucalambé, estigmatizándolo así como poeta exclusivamente nativista, popular, vale la pena reparar sobre la poesía de violentos contrastes y fantásticas imágenes de las letrillas, sonetos, epístolas y fábulas en las que asoma otro Cucalambé también personal en esta vertiente culta, que indaga influido por Quevedo y por el Arcipreste de Hita en el grotesco cubano. Produce así esa joya de una apresurada antipoesía que es su autorretrato. Vale también la pena acercarse a sonetos más filosóficos que enseñan la veta amarga del poeta, como ese de “Nada”, o el de “Siete verdades”, donde apostrofa contra los tipos humanos de la época que conformaban una faunilla local de revueltas mediocridades, bajas pasiones, corrupción y vicios: el poetastro plagiario, el secretario burócrata en que se intuyen las futuras tintas de un Ramón Meza, los abogadillos oportunistas, las mujeres casquivanas y las suegras.

Desapareció misteriosamente en Santiago de Cuba a finales de 1861. Se tiene como posible la causa de un suicidio.