«Abisal», de Alejandro Alonso, gana la Paloma de Oro en el DOK Leipzig 2021
La película cubana Abisal (2021), la más reciente entrega de Alejandro Alonso (Velas, El hijo del sueño, Home, Metatrón, Duelo, El proyecto, Terranova), se alzó con el premio Paloma de Oro al mejor cortometraje documental en la edición 64 del Festival DOK Leipzig, que transcurrió el pasado mes de octubre en la oriental ciudad alemana.
La competencia internacional de cortometraje documental y animado, donde clasificó Abisal, entregó además la Paloma de Oro al mejor cortometraje animado a Figuras imposibles y otras historias I (Figury niemożliwe i inne historie I, Marta Pajek, 2021), coproducido entre Polonia y Canadá, con una mención honorable para la propuesta documental indonesia Drama telúrico (Tellurian Drama, Riar Rizaldi, 2020).
En la competencia internacional de largometraje documental y animado triunfó el documental chino Padre (Ye ye he fu qin, Wei Deng, 2021), secundado por otro documental, Bucólica (Bukolika, Karol Patka, 2021), de Polonia, que se hizo con la Paloma de Plata.
La competencia alemana de documental y animado de la edición 2021 de DOK Leipzig tuvo sus ganadores en el largometraje documental Un sonido propio (2021), dirigido por Rebecca Zehr, y el corto documental Mao rosa (Tang Han, 2020), coproducido entre Alemania y China.
Los galardones Paloma de Oro y Plata están inspirados en una obra sobre la paz, diseñada por Pablo Picasso, que ha terminado definiendo la visualidad del festival de documentales más antiguo del mundo, fundado en 1955 en la entonces República Democrática Alemana.
Alejandro Alonso participó por segunda vez en este festival, donde en su edición 60, en 2017, obtuvo el premio FIPRESCI por su película de largometraje El proyecto (2017). Antes que él, un cineasta cubano había sido premiado por el conjunto de su obra: Santiago Álvarez (Now!, LBJ, Hanoi Martes 13), quien recibió un galardón honorífico junto al argentino Fernando Birri (Tire Dié, Los inundados, Org).
En su regreso a DOK Leipzig, Alonso obtiene la Paloma de Oro con esta crónica sobre el fin eterno, sobre la melancólica belleza de la descomposición y la impresionante precipitación de los leviatanes heridos a la boca del infierno, pedazo a pedazo.
Como sucede en su previa Terranova (2020) —codirigida con el español Alejandro Pérez y merecedora a inicios de 2021 del premio Tigre Hivos de cortometraje en la edición 50 del Festival Internacional de Cine de Róterdam (IFFR)—, con la ciudad en plena transmutación espectral, Alonso también cartografía en Abisal la erosión, el desmoronamiento, la fuga de lo concreto, la disolución de lo sólido. Capta con su lente un mundo en transición hacia misteriosos estados de la existencia, incomprensibles para el raciocinio humano. Como su título sugiere, la película puede ser igualmente un oteo a los estratos más profundos de la vida, a donde las raíces del Árbol del Mundo apenas alcanzan ya.
Alejandro Alonso filma en un cementerio de barcos, donde grandes tanqueros, con orgullo oxidado y silencioso, sobresalen de las aguas como sus propias lápidas. Resultan masivas alegorías de lo inútil y sobre todo de la futilidad del entusiasmo maquinista que llevó a autores modernos como Dziga Vértov a componer los impresionantes ballets cinéticos que aparecen en el clásico El hombre de la cámara (1929): toda una apología al bello y sincrónico poder de la industria como clave y eje del desarrollo de la humanidad.
En Abisal, las máquinas de Vértov callan, pierden sentido en su inmovilidad definitiva. Los pistones ya no galopan con ritmo indetenible hacia el futuro. Los engranajes ya no cantan su himno triunfal, ya no giran como planetas frenéticos. El óxido los amortaja, los acolcha, apacigua un poco el frío que trae la noche, a la vez que los engulle y deforma sus ángulos. Derruye sus individualidades, funde sus formas brillantes y agudas en una homogeneidad marrón, indefinida, polvorienta. Poco a poco, los barcos se transforman en dunas. Polvo al polvo. Agua al agua.
Este último puerto, como quizás pareciera, no cuenta con el solemne sosiego que pudiera hallarse en un cementerio de elefantes, donde los monstruos reposan en una paz de titánicos huesos y marfiles. El último sueño de los colosos marinos es atormentado por una tortura final, que convierte el lugar en un círculo del infierno donde se sufre el desmembramiento perenne, como pena dictada sobre sus cabezas a causa de pecados desconocidos. Las moles varadas aceptan inmóviles e impotentes tal suplicio de mutilación y desfiguración, quizás rogando para sus adentros por que los dejen ahogarse en paz en las aguas últimas, acurrucados bajo el óxido bienhechor, entregados a la modorra corrosiva y al bienhechor olvido de sí mismos.
Sufren también de la intrusión perenne de los hombres que hormiguean entre ellos, encargados de quebrar sus costillas y espinazos, despedazando inconscientemente la obra gloriosa de otros hombres. Desguazan los monumentos a la soberbia humana, al triunfo de la voluntad que somete a la naturaleza y a dios mismo. Son destructores de ilusiones, asesinos de sueños, demoledores de la arrogancia. Con mecanicidad aturdida de perpetuum mobile, cumplen una tarea descivilizatoria, antimaquinista, como termitas que anclan su existencia y subsistencia en el descoyuntamiento concienzudo de las más fuertes armazones de madera pensadas por los ingenieros.
Las figuras antropomorfas terminan fundiéndose, indiferenciándose en los paisajes ruinosos donde desempeñan sus tareas de aniquilación. De agresivos y ajenos entes pasan a convertirse en complementos, en residentes simbióticos de estos pecios soñolientos, en involuntarios marinos de los tantos holandeses errantes, que asoman sus remanentes lisiados sobre la superficie de las aguas del último día.
Estos hombres de Abisal, atrapados en el cementerio junto con las osamentas interminables que deben dislocar, terminan sufriendo las suertes tautológicas de Sísifo. Se ven atrapados y condenados en un punto de no retorno, como los ingenuos exploradores de una casa embrujada que los atrapa en sus laberintos y los tritura a golpe de horrores. Los ejecutores de la condena son a la vez condenados, y son ignorantes de ello. En varios de los mejores planos de Abisal, Alonso —siempre a cargo de la fotografía de sus películas— funde sus formas laboriosas con las moles en descomposición, atándolas a la misma suerte. Son escenarios crepusculares donde el contraluz imperioso anula toda percepción de individualidad, o son espacios invadidos por efluvios densos que devoran las formas, las vacían de volumen y difuminan cualquier identidad.
El personaje protagónico (Raudel González Cordero) parece por momentos adquirir una leve consciencia de habitar un lugar sin tiempo, ajeno, marginado del fluir dialéctico de la existencia. Una pulsión constante lo lleva a husmear en las laberínticas entrañas de los buques muertos, hurgando sus secretos perdidos, los restos de vida que pueden permanecer acurrucados en los rincones y se revelan de sopetón, causando caos en el silencio. Busca posibles razones para explicarse sus faenas redundantes de destrucción de lo muerto, lo inmóvil y lo inútil. Se ve atraído por los relatos de lo sobrenatural, asediado por la sensación de que hay algo allende la normalidad preestablecida y de los enjuiciamientos terminantes y maniqueos sobre el bien y el mal, sobre lo que «es» y «no es», sin matices ni grisuras. Posiblemente percibe el más allá porque ya vive allí, porque es un fantasma aún inconsciente de su nuevo estado. Porque quizás siempre fue un fantasma. La duda y la desazón no lo abandonan y lo hacen disonar respecto a sus compañeros, que se hallan más a gusto con el entorno.
Abisal propone la inmersión en una esfera de extrañamiento y atrofia habitada por monstruosidades y espectros, iluminada por un sol del fin del mundo, cuya luna es sustituida por la ciclópea y luminosa órbita de un faro: suerte de cerbero infernal que parece mantener una celosa vigilancia panóptica sobre todo el paraje. Alejandro Alonso despliega un relato difuso y abisalmente bello sobre los últimos restos de la vida, en espera del apocalipsis definitivo que sumirá todo en la nada, donde se podrá, al fin, soñar.