Nació en Isla de Pinos, figura muy vinculada al floclor pinero y a su historia. Según cuentan fue un capataz de una finca cercana a Nueva Gerona, quien, cuando el levantamiento del 26 de julio de 1896, después de alimentar a algunos de los conspiradores que huían, los delató a las autoridades españolas y desde aquel momento surgió el sucu-sucu: Ya los majases no tienen cueva Felipe Blanco se las tapó.
Creció lidiando con puercos en la finca paterna La Cisterna. Llegó a ser alto, flaco. Vistoso. Con ojos azules. Afable. Apegado a los amigos. Con sentido del humor. Las mujeres lo miraban de reojo, inventariándolo. Por todo ello. Y porque ya también había expandido una finca ancha, salpicada de ganado bovino y de cerdos. Era, en estricto cálculo de la época, un partido ideal, que mereció doña Manuela González, y que le gratificó la preferencia con siete hijos. Aunque Felipe Blanco, como en un chiste que para algunos no lo era, decía cuando veía pasar a un niño ojiazul: “ese es también hijo mío, que lo digo yo.” Porque, en efecto, tenía, la costumbre de apostillar sus afirmaciones con esa frase contundente, inapelable. Cuenta el doctor Waldo Medina, juez de Isla de Pinos, instrumento de justicia verdadera y voz periodística que difundió muchas costumbres y hechos de aquella porción cubana, que Felipe Blanco miraba preocupado a su hija Venturita, adulta y sin novio. Y cuando la mujer se enamoró y cambió su ordinaria depresión por manifestaciones de alegría bullanguera y jocosa, el padre, en un salto de expresividad, comentó: Cará, “Venturita se despabiló, se despabiló, que lo digo yo.” Y esa jaculatoria pasaría más tarde a rematar como un sonsonete el sucu-sucu compuesto sobre su hija y el dedicado a él mismo, pero modificado con el arcaico “que lo vide yo”.
Fue un hombre manifiestamente querido, a pesar de que la crónica que recoge el sucu-sucu con su nombre podría infamarlo. Tengamos en cuenta que los Blanco fueron fundadores de Nueva Gerona, es decir, de la Isla de Pinos.
En el sucu-suco compuesto con su nombre y un episodio de su vida por Eliseo Grenet, Felipe Blanco es blanco, a la vez, de una almibarada crítica popular. Los que alguna vez vieron en el majá y las cuevas una metáfora erótica, olvídenla. Los majases eran los revolucionarios deportados a la isla que Luz y Caballero, en uno de sus aforismos, llamó “la Siberia de Cuba”. Cuando la Guerra Grande (entre 1868 y 1878), muchos mambises (insurrectos) de las ciudades y el campo viajaron encadenados a ese presidio enorme. A expensas de la vida. Sin nada seguro. Ni techo. Ni cama. Ni comida. Unos, tal vez, pudieron pagar posada, o recibir favores. Otros, los más, habitaron en cuevas y grutas, como cromañones de la libertad. El alimento lo conquistaban por las noches, matando una ternera o un puerco. Y como las autoridades no les querían facilitar ni esa existencia tan precaria. Y como el látigo y el encierro en barracas, no podían impedir la satisfacción de tanta necesidad, los mandones ordenaron a los terratenientes que tapiaran las cuevas de sus heredades. Y Felipe Blanco, amigo del gobernador y del regidor y, temeroso también –dicen- de la bestialidad del mando, tapó sus oquedades para que aquellos majases, a quienes calificaban de ese modo por analogía con los insurrectos que rehuían la pelea y se refugiaban en los montes, se quedaran sin puntos donde habitar solos o con sus familias. Y esa es la historia. Con menos o con más. Porque otros apuntan – el historiador Juan Colina, entre ellos- que Felipe Blanco era tan solo un mayoral. Y las cuevas participaban de una metáfora, como alusiones a la hostilidad que perseguía y vigilaba a los infidentes. Y Mongo Rives, el músico maestro del sucu-suco, asegura airado que Felipe Blanco era un enemigo de la libertad de Cuba.
Sea lo bueno o lo malo, o una mezcla de ambas sustancias, Felipe Blanco es el hombre a quien el arte anónimo del pueblo le ajustó cuentas por su acciones en un sucu-suco que lo acusaba de perseguir a los peleadores por la independencia, convirtiéndolo, paradójicamente, en el primer pinero, según aseguran juicios muy antiguos, que se encaramó en el papalote de la fama, entre música y pasillos de bailadores trasnochados.
Vivió una decena y algo más de años en el Surgidero. Y un día, oliendo en su piel la cercanía de la muerte, retornó a la Isla de Pinos. Allí murió el 2 de junio de 1917, a las cinco y treinta de la tarde, a causa del mal de todos los que viven largamente: cansancio vital. Tenía 87 años. Su entierro, masivo. El ataúd navegó por sobre lágrimas, en hombros y manos de familiares y amigos.