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Omara Portuondo/ Facebook.

A Omara, mis respetos

La última vez que escuché en vivo a Omara Portuondo fue en el Jazz Plaza 2020, en enero. De ahí, hasta la fecha, muchas han sido las actividades para homenajear a la diva del Buena Vista Social Club, pues pocas veces se llega a 90 años de vida con un currículum dedicado por completo a la cultura cubana.

A Omara Portuondo se le conoce en Cuba entera como la mujer que vi esa noche en la sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba:  simpática, risueña, que baila pese a las secuelas inevitables del paso de los años. Esa noche no quería parar, porque Omara es así, no se contenta sino está haciendo bailar y gozar al público. La recuerdo así, de verde, con su característico pañuelo rematado en una gran lazada sobre la cabeza, tan diva, tan Omara.

Más allá de sus cualidades sonoras- indiscutible para los que sepan de música y hasta para los que no- a la novia del feeling se le distingue por su cubanía, esa misma que ha defendido por más de siete décadas por todos los continentes. Ella es de esas artistas que integran la lista de lo que más vale y brilla de la cultura cubana, y sobre todas las cosas, se siente orgullosa de ser parte.

Omara tiene una perfecta sincronización en su voz, una cadencia como pocas y una armonía musical que enamora. Junto al carisma y la capacidad de improvisar, el espectáculo se vuelve magia, magia que atrae y hace inevitable que sus coros sean seguidos al unísono por el público.

Quién no ha escuchado “Dos gardenias” o “Lágrimas negras” en la voz de Omara Portuondo. Ella lleva el arte en el ADN, en la sangre, en el cuerpo. La piel de quien la escucha se eriza desde la primera letra. Su voz no cambia, aunque pasen los años, la misma que la distinguía en el cuarteto Las D’Aida.

Premio Nacional de Música (2006), Grammy Latino (2009), Distinción Gitana Tropical por la Dirección Provincial de Cultura de La Habana (2012), Premio La Mar de Músicas 2013, Orden Lázaro Peña de Primer Grado (2017), Doctor Honoris Causa conferido por una fundación mexicana de académicos (2017), Doctor Honoris Causa en Artes que otorga la Universidad de las Artes (2018), son algunas distinciones y méritos obtenidos por la artista cubana. Todos, y cada uno de ellos, merecidísimos.

Omara no ha parado su quehacer en los últimos tiempos. Lo mismo está en Matanzas, que le canta a La Habana, que hace conciertos con Roberto Fonseca o canta junto a Cimafunk. Omara es indiscutiblemente una mujer de pueblo. Pensar en Omara sin pensar en Cuba no sería posible. Ella tiene un pacto con el arte y lo lleva como bandera. Y hoy, la cultura cubana en su día, hace una pausa para homenajearla.

Hace poco tiempo me pidieron hacer una lista con cuatro preguntas, solo cuatro, en caso de que se me diera la oportunidad de entrevistarla. Cientos de opciones vinieron a la mente: ¿Cuánto influyó en Omara el nacer en el barrio de Cayo Hueso? ¿Qué significa la música para Omara? ¿Cuál es el mayor aporte de Omara a la cultura cubana? ¿Cómo quisiera que el pueblo la recordara cuando ya no esté? Cientos de preguntas, y solo pensaba en la respuesta a la última.

Al menos yo la recordaré tan cálida como ese día en la sala Avellaneda del Teatro Nacional. Allí afirmó que iba a existir Omara para rato, y si hay algo de lo que no dudo es de eso, porque hay personas que llegan y es tan grande la huella que dejan, que es imposible borrarla. A Omara, mis respetos.

 

Tomado de: http://www.cubadebate.cu/especiales/2020/10/20/a-omara-mis-respetos/#.X5BQKEJKiro

 

Cubadebate

Omara Portuondo Peláez


cantante, arte

Hay algo de cinematográfico en la historia de Omara Portuondo. Hija de una mujer de familia española y bien que abandonó su círculo social para casarse con un bello jugador negro del equipo nacional cubano de béisbol —lo que la llevó a tener que ocultar en público este enlace, pues los matrimonios mixtos no estaban nada bien vistos en Cuba en aquella época—, Omara entró en contacto con la música ya en su más tierna infancia. Como en cualquier otro hogar cubano, la futura cantante y sus hermanos crecieron rodeados de la música que, a falta de gramófono, entonaban sus padres.