Evidia
Álvarez
González

Evidia Álvarez González
La seño

Enfermera

Con una vida dedicada a aliviar el dolor humano en medio de desastres naturales, en Haití y Etiopía y en las más diversas circunstancias, la enfermera espirituana Evidia Álvarez González se convirtió en la primera latinoamericana en recibir la medalla Florence Nightingale concedida por el Comité Internacional de la Cruz Roja.
A los ocho años Evidia soñó con ser enfermera. Se vio entonces frente a su mamá, a quien las quemaduras le quitaban hasta el respiro. En la clínica sanitaria unas mujeres vestidas de blanco no cesaban en atender a su madre.

A los 14 años cargó la primera jeringuilla. Desde entonces y hasta hoy —durante mucho tiempo que no logro precisar— Evidia Álvarez González solo ha sido eso: enfermera.

Para saludarla con un beso en la mejilla debes hincarte de rodillas, así como en plegaria —pese a que luego termines reverenciándola de veras— y no exagero. Desde siempre debe haber medido algo más de un metro, a no ser que la doblez que pesa en su espalda por los años le haya acortado otros tantos centímetros.

Puede haber usado el mismo traje blanco siempre con uno que otro dobladillo si acaso; pero la cofia, si la miras bien, parece lo único grande en medio de la cabeza negra por el tinte, aunque diga que jamás le haya pesado en su vida. Evidia, la seño —el único apellido conocido por todos pese a que lleve también los de Álvarez González— solo ha sido eso: enfermera… y maestra de Enfermería y jefa de Enfermería, incluso ahora cuando ya tiene unas arrugas de más y unos huesos de menos.

Así mismo, con su estatura meñiquiana debió sorprender a los guajiros de Zaza del Medio cuando se paró en las puertas del caserío con lápiz, cartilla y manual en mano.

“En 1961, como casi toda la juventud de esa época, me sumé a la Campaña de Alfabetización en una zona de campo en Zaza del Medio. Al terminar Fidel se reunió en la Plaza de la Revolución con los 100 000 brigadistas jóvenes que habíamos llegado hasta al final. El nos dijo: Hay que estudiar. A partir de ahí estudié en La Habana la carrera de Enfermería. Primero estuvimos cinco meses trabajando, después nos hicieron una prueba. Empecé el curso en el Hospital Joaquín Albarrán, en 1962.

“Eran tres años de estudio, pero se redujeron a dos porque había que enfrentar la situación que tenían los hospitales de Cuba en esos momentos. Muchos médicos se habían ido del país, también un gran número de enfermeras, sobre todo para los Estados Unidos. En ese entonces, la Enfermería era una carrera de privilegiados, de mujeres blancas, bonitas. El país tuvo que trazar nuevas estrategias y a ellas yo me incorporé”.

Ni siquiera había empezado a desandar los rumbos de la enfermería, cuando a Evidia ya le aguardaban pruebas duras, muy duras. En 1963 el ciclón Flora se empecinó contra la región oriental de Cuba. Por aquellos cinco días de octubre caminaron la muerte, la tragedia… y la mano solidaria. Debió asustar a los pobladores de Aguas Verdes, a orillas del río Cauto, cuando el helicóptero la soltó, en medio de los vientos del ciclón Flora, con apenas 14 años y la mochila de jeringuillas y medicamentos para salvar a quienes se inundaban de a poco con tanta lluvia.

Sería la segunda vez que se encontraría con Fidel —la primera fue en la Plaza de la Revolución cuando ella era parte de la brigada de maestros voluntarios Conrado Benítez y concluía la Campaña de Alfabetización— y ahora que lo cuenta imagino al gigante casi agachándose para poder mirarla de cerca y ordenarle que sí, que se montara en el helicóptero otra vez junto al médico y sacara a aquel hombre de aquella maldita agua. “Lo más difícil de mi carrera fue cuando el ciclón Flora; ahí se ahogaron miles de personas —confesaría Evidia ante mis provocaciones—. Yo estaba empezando la carrera y me impresionó, porque todo estaba rodeado de agua y había personas que perdían toda la familia y otras que se salvaron sin saber cómo porque se encaramaron arriba de las casas y fueron rodando hasta llegar a esa loma”.

Y la muchacha menuda, muy menuda, regresó de Oriente. Su itinerario profesional apenas comenzaba; se sumó a un curso de Administración de Salud. Pronto se vería tocando las puertas de los bohíos en las montañas del Escambray, en el centro de Cuba, en medio de las campañas masivas de inmunización. “Prácticamente no descansábamos; vacunamos contra la difteria, la tuberculosis, la poliomielitis, el tétanos…”.

Fundadora del Servicio Médico Rural, Evidia integró el claustro de profesores de la Escuela de Enfermería Martha Abreu, en Santa Clara. A mediados de la década de los 60 retorna a Sancti Spíritus, donde el déficit de ese personal sanitario era significativo.

Tal vez fue su estreno en las pruebas de fuego. Luego sobrevendrían unas tras otras: acortar la carrera de Enfermería y graduarse y pasar cursos de especialidades para superarse y lo mismo iniciar la vacunación contra la poliomielitis en la isla que protagonizar el programa de tuberculosis para sacar a los enfermos de los hospitales; que llegar a la entonces provincia de Las Villas, con apenas 20 años, a impartir clases en Santa Clara, Sagua la Grande y Cienfuegos para formar más enfermeras y convertirse luego, de la noche a la mañana, en directora del primer policlínico integral de la región central que se abriera en Ranchuelo.

Corría 1966 y ya le habían pedido regresar a Sancti Spíritus a fundar, a enseñar. “Me decían: ‘Evidia, la gente de allá está en taparrabos’; pero a mí me convenía porque yo era de aquí, de Cabaiguán, y entonces abrí la escuela de Enfermería y fui jefa regional de enfermeras.

Del 67 al 68 graduamos como 500 auxiliares de Enfermería que tenían sexto grado y en el 69 abrí la escuela de enfermería para superar a las auxiliares”.

Hasta en los lugares más recónditos sembraría escuelas. En Etiopía, entre balas y heridos formaría enfermeras y en Haití, en un apartado pueblo sin luz ni agua, dejaría otras huellas: las de salvar vidas. Pero eso de sanar ya lo había ejercitado una y otra vez aquí, con los tuberculosos, con los niños menores de un año por los que se enroló en aquel proyecto necesario para reducir la mortalidad que luego se llamaría Programa de Atención Materno Infantil (PAMI)… con todos.

En más de cinco misiones internacionalistas conoció las penurias, las verdaderas latitudes del dolor. La Etiopía de los inicios de los años 80 siempre aparece en el camino de sus recuerdos.

“Los niños morían y en cualquier parte los padres lo enterraban, sin sarcófago ni nada. Nadie sabe a cuánto había que apelar para poder enfrentar aquello. En los hospitales uno se encontraba con muchos huérfanos por la guerra, todos con enfermedades disímiles. Tarecú se convirtió en algo especial para mí; sus condiciones de salud eran muy malas, tenía una enfermedad llamada Kwashiorkor, debido a la falta de proteína, insuficiencia de aminoácidos. Por todo eso tenía mucho edema, prácticamente era un monstruo.

“Yo le llevaba comida de la casa, le mimaba, y con el trabajo no sólo mío, sino del pediatra cubano que también estaba con nosotros le salvamos la vida en nueve meses. Debo confesar que me dolió muchísimo haberlo dejado allá. Yo trabajé en el hospital de Nekente, en Weullegas, al sur de la capital”.

Y de las memorias de Haití, ¿cuánto queda de aquellas realidades en los ojos de Evidia?

“En Haití una se siente cercana a sus raíces. Cuando se llega allí la pobreza y la ignorancia son tan grandes que parece difícil realizar cualquier actividad; pero a medida que pasa el tiempo, que una profundiza, se da cuenta de que dentro de esa ignorancia hay mucha nobleza”.

En esa nación las funciones de la espirituana adquirieron perfiles preventivos y de otros matices. Intervino en vacunaciones masivas, organizó círculos de abuelos y de adolescentes, aplicó encuestas relacionadas con el SIDA. Atendía a más de 5 000 pacientes, distribuidos en unas 380 casas.

“Formamos enfermeras porque allí existe la tendencia de dar a luz en las casas. El costo de un parto en un hospital es muy alto. Por lo tanto, muchas mujeres paren en la casa y quienes realizan los partos son parteras. Las reunimos a todas y les enseñamos lo que nosotros entendimos que ellas debían saber para que no se infectara la mujer, entre otros procedimientos”.

Por eso había estado en Panamá en un curso peculiar que le ofreciera la Organización Mundial de la Salud por su labor en la prevención de enfermedades y en el PAMI.

Detrás del buró apenas puede advertírsele; sin embargo, no ha necesitado ni un milímetro más para llevar las riendas de las enfermeras de toda la provincia, para dirigir —como cuadro profesional de la Asamblea Provincial del Poder Popular durante dos años— la Salud, Comunales y la Empresa Eléctrica; o para pararse delante de un aula repleta de muchachos que le doblan la estatura; “pero nada, chica, para que tú veas todo el mundo me respeta”.

Ha sido toda su vida y “me quedé soltera por eso —confiesa—, porque en esos tiempos ningún hombre permitía que la mujer llegara a cualquier hora y que a cualquier hora la buscaran”. Quizás no sabe hacer otra cosa ni a estas alturas aprendería, porque incluso cuando se fracturó la cadera y tuvo que estar sobre una cama unos cuantos meses declinó la oferta que le hicieran: “Cuando me recuperé me dijeron: ‘Vas allí y das una vueltecita y vienes enseguida para acá’ y yo les dije: así no”.

Todavía le faltan unos cuantos proyectos por realizar como el de escribir un libro sobre Geriatría, “porque no hay mucha bibliografía sobre eso —me dice— y no se le ha dado toda la atención que merece y más ahora con el envejecimiento poblacional y la disminución de la natalidad”.

Le faltarán años quizás y le sobrarán fuerzas para hacerlo. De lo contrario no anduviera aún supervisando uno a uno los consultorios, controlando el Programa del Adulto Mayor y caminando de una punta a la otra del pueblo arrastrando, a veces, un bastón que le sirve más de compañía que de apoyo.

Tiene cuerpo y alma de niña, lo único raro son los surcos en la cara, la espalda doblada y la cofia tan ancha, esa especie de altar al que se ha consagrado y que lleva, invariablemente, todos los días encima de la cabeza.

¿Pero qué edad es la que usted tiene? —pregunto, ya intrigada.
Solo ríe y luego, como quien no quiere las cosas, sugiere: “Pon ahí la que tú creas”.

Al caer los años, la memoria queda. En su peregrinar, Evidia sólo sabe que calmó el dolor, no importaron las latitudes, las razas, los credos. “Yo quise vivir para los demás y el premio lo tuve con la medalla Florence Nightingale”.

Otorgada por el Comité Internacional de la Cruz Roja, esta condecoración reconoce lo excepcional de una entrega a la humanidad. Cada dos años son distinguidos 36 enfermeros y auxiliares voluntarios en todo el planeta.

Esta espirituana renace en cada retazo de su historia, y la recompensa mayor le llega cuando recuerda que en Etiopía y Haití viven niñas cuyas madres prefirieron nombrarlas Evidia.