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En el 120 aniversario del natalicio del pintor Carlos Enriquez

Las cálidas transparencias logradas por Carlos Enríquez, el artista que supo macerar el secreto de la luz tropical y despertó, para su vital expresión, al paisaje cubano, –alejándose de la comercializada imagen de la palma real–; sus retratos, de cuño muy personal; su sensibilidad de artista y de hombre de su época (Zulueta, Las Villas, 1900-La Habana, 1957), volcada en la búsqueda de lo nacional, y acompañada de las angustias y dificultades crecidas en esos tiempos, que dejaron su huella en él..., hubiera cumplido este 3 de agosto, 120 años.

Vista hoy desde nuestra perspectiva, y entendida en su cabal interrelación con la realidad de la que fue producto, la obra plástica de Carlos Enríquez es una de las más representativas de la condición nacional de su tiempo. En ello tienen mucho que ver los sucesos y personajes incluidos, la expresión de valores y simbologías, debidos a procesos de sincretismo etnológico, la asunción de leyendas y tradiciones, el despliegue de la fantasía, y, sobre todo, aquella singular objetivación de la conciencia popular conducente al cauce progresista de la dialéctica social.

Muchas leyendas se tejieron tras el artista, pero sus huellas, plasmadas en la pintura y la literatura, son, no hay dudas, patrimonio de la realidad cubana. Porque la obra de Carlos Enríquez constituye un tesoro desbordado de cubanía. El pintor y novelista, autor de obras capitales de la pintura, como El rapto de las mulatas y Dos Ríos, y de narraciones, tan sugerentes como Tilín García y La vuelta de Chencho, “el más cubano de todos los pintores”, como lo calificara Félix Pita Rodríguez, se formó profesionalmente en Europa y Estados Unidos, y fue miembro destacado del grupo de pintores cubanos que por los albores de 1925 rompió con todo lo académico.

“Creo que mi obra –escribió en una ocasión el creador al director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Alfred H. Barr– se encuentra en un constante plano evolutivo hacia la interpretación de imágenes producidas entre la vigilia y el sueño… esto no quiere decir que sea surrealista, aunque acepto la libertad mecánica de la creación. Me interesa interpolar el sentido cubano del ambiente, pero alejándome del método de escuelas europeas”. La búsqueda de todo aquello eminentemente cubano aparece en el quehacer artístico de Carlos Enríquez, dado por medio de la reivindicación de valores heredados de la cultura popular, y de la experiencia recogida de la realidad, que enfrentó con una violencia extraordinaria, con una intensa luz, su color y costumbres.

De la cubanía del artista (mucho se ha hablado en el tiempo, atribuyéndosela a cuestiones perceptivas (manejo del llamado “color local”, las atrevidas transparencias de barniz que atrapan los "espejismos" solares del trópico), restringiéndola a causales antropológicas –sus voluptuosas mulatas–, tornándola solo en lo que tiene de epidérmico y variable (mitos, caudillos, antinomias “machismo-hembrismo”, simbiosis animal-mujer retratos de sus contemporáneos, imágenes de denuncia...), “sin reparar que lo esencial en él radica –como ha apuntado el pintor y crítico Manuel López Oliva– en cómo captó, interpretó y ordenó en sistema expresivo individual la vertiente más dramática, subdesarrollada, contradictoria, autóctona y enmascarada del escenario real donde vivía y fantaseaba. En realidad, lo que integra el núcleo esencial del estilo de Carlos Enríquez es su capacidad de transformar en emisión visual concreta su valoración subjetiva de lo visto, sentido, deseado e hiperbolizado con cierta regularidad”.

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Carlos Enríquez Gómez


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Considerado como uno de los mejores artista de la plástica cubana de la primera mitad del pasado siglo, Carlos Enríquez fue sin dudas un rebelde del pincel. Nacido en la localidad de Zulueta, en la antigua provincia de Las Villas, se destacó como nadie de su tiempo en llevar al lienzo la belleza del cuerpo femenino, razón por la que fue criticado y reprimido por una burguesía conspicua e hipócrita.